Silvia Pennings o el infierno enamorado - Javier Barreiro - 1993

Una pintura psicológica que no quiere serlo. Una fiereza que se controla. Una inda­gación que se convierte en otras preguntas. Todo en las piezas de Silvia Pennings es conflicto y se resuelve en planos de contradicción. Un resabio del averno matiza­do por flashes de puritanismo y, en el fondo, un pensamiento que se queda solo y lejos.

La pintura suplanta la personalidad. La caverna del sentido deviene en fe y puede llegar hasta el juego. Nunca podemos decir si ahí es protagonista la suavidad o la con­vulsión. Los vahos nórdicos han explotado en Carpetovetonia y el color resuelve el conflicto interno.

Pero subsiste esa pasión por lo siniestro, por el abismo. El agujero final está siempre en la mirada de la artista que se detiene en el último momento. No por miedo sino por una cierta veneración al control. Aunque no signifique sumisión a las formas que en un tiempo fueron adoradas.

La limpieza y el caos quieren hacer buenas migas. Ese proceso conceptual habrá de devenir en sorpresa pero, como en toda creación, el arcano se apodera de la idea. La mirada del espectador se bambolea para después concentrarse. Ha perdido el embate y el miedo cambió de dueño. ¿Es precisa la constancia para desenmarcararse? La letra de una vieja canción confiesa: «Como el ave que vuelve a su nido y lo halla destruido sin saber por quién, volví al mío y estaba desierto...». ¿No habrá vencido la apariencia al pavor secreto?

La incógnita, la máscara y el afán de puridad conviven y, si aparece la estridencia, se embosca. Fácil será percibir el hormigueo de esa tensión frustrada; más duro, en­contrar el entresijo donde el centro robó a la ausencia su trono, la certidumbre de su soberanía. Viejo y querido es el axioma: Toda contradicción extrema se resuelve en unión pro­funda. Algo, así lo ha tramado y estas pinturas fuertes y secas en su urdimbre mani­fiestan ahí su débito, ilustran el aforismo.

La prescindencia de la anécdota dejó hace muchos lustros de ser un rasgo, convirtió-se hasta en norma, incluso, de conducta. Pero nada que se nombra desaparece por completo. He ahí el misterio y los cuadros de Silvia Pennings aluden a ése y a otros secretos que un día fueron sagrados y que siempre nos piden concentración, liber­tad y constancia.

JAVIER BARREIRO