Todo era permeable en aquellas pinturas a la entrada del agua, de la luz y del horizonte con las que Pennings regresó a su país natal, precisamente donde a fines del siglo XVI empezó a concretarse la idea del paisaje como un género autónomo de la pintura en Europa; entre los motivos, caben señalarse las restricciones temáticas impuestas por los códigos de la religión protestante y el profundo aprecio de los habitantes por un territorio que debían crear con enorme esfuerzo, ganándolo al mar. Sylvia Pennings no precisó mirar el paisaje directamente, estaba en su memoria y en su imaginación. Fernández Molina ya lo había anunciado. Renunció a contar historias, tampoco las había en los primeros paisajes holandeses, atentos en exclusiva al trazado minucioso del fragmento elegido. Parajes de inundación y también de vacío, que Pennings pintó sombríos pese a la esbeltez caprichosa de algunos árboles teñidos de rojo. No había historia, ni pasaba nada, pero algo iba a ocurrir a la hora del crepúsculo.
Regresar al principio
Sucedió cuando decidió adentrarse en el bosque. Anota John Brinckerhoff que, según la tradicional concepción medieval del universo, la totalidad del mundo estaba dividida en tres espacios: el primero, donde vivía el hombre; el segundo, donde pastaba el ganado, sin cercados; y el tercero, todo lo que estaba más allá de esto, que pudo corresponder al bosque, una tierra salvaje, en todo caso. Más allá de los terrenos cultivables, e introduciéndose en ellos, se extendía una inmensa tierra virgen, rara vez totalmente deshabitada por el hombre.
A partir del siglo XVI el bosque fue un elemento visible para todos que, según escribió Jacob Grimm, pertenecía a todos; de ahí que el bosque que pintó Sylvia Pennings, escenario de los cuentos de hadas, era una región inhóspita donde se abandona a los niños, se les encierra en altas torres o son víctimas de ataques. Dos versos del poema El primer coro de la roca de T. S. Eliot fueron decisivos en la nueva secuencia de pinturas: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? / ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?», porque unas de las preocupaciones de Pennings fue abordar la progresiva falta de atención en la actual sociedad de la información a conceptos tales como intuición, reflexión o conocimiento; conceptos que son habilidades en desuso ante las posibilidades inmediatas que brindan los dispositivos de conocimiento inmediato más
avanzado. De ahí su decisión de regresar al principio, para avanzar. Un principio que encontró en el origen de los cuentos, repetidos en el tiempo y siempre distintos. En sus bosques pintados aparecen personajes y objetos mágicos de cuentos famosos, únicos habitantes de un lugar sombrío de advertencias, amenazas y prohibiciones que, no obstante, es preciso atravesar para llegar al claro del bosque.
Pintar y dibujar los bosques
Los cuentos, escribió Fabio Morábito, representan una excursión en el bosque de nuestras posibilidades como especie, son una verificación de nuestros recursos, por lo que lejos de contentarse con lo ya conseguido aspiran a nuevas posibilidades en nuestra capacidad de enfrentarnos al mundo. Ese es el principal propósito de Sylvia Pennings que en sus pinturas y dibujos más recientes no teme penetrar en el interior profundo del bosque, un lugar que ofrece refugio y donde también es posible perderse para siempre.
En 1845, Henry David Thoreau decidió vivir solo en el bosque junto a la laguna de Walden, cerca de Concord, donde nació. Su intención no era desafiar a la naturaleza salvaje, sino
«vivir una vida primitiva y de frontera». En su libro Walden (1854) dejó claro el anhelo que le guiaba: «Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido».
Como ha señalado Robert Richardson, Thoreau fue a Walden en busca de la vida con mayúsculas y de las condiciones de vida sencilla que le permitieran concentrarse en la escritura. La experiencia duró dos años y dos meses. Hasta Concord viajó Walt Whitman para visitar a R. W. Emerson y a A. Bronson Alcott, padre de Louisa May, autora de Mujercitas. Juntos leyeron textos de Thoreau, visitaron su tumba, al lado de la del escritor
N. Hawthorne, y caminaron hasta Walden. «El lugar boscoso en que Thoreau tuvo su casa está cubierto de piedras. También yo busqué una y fui a depositarla encima», recordó Whitman.
Sylvia Pennings cita a Thoreau en sus últimas obras. También lo hizo Annie Dillard, una de las primeras mujeres que desafió desde la escritura el estereotipo masculino del hombre en la naturaleza salvaje, autora del libro Una temporada en Tinker Creek en el que leemos:
«Todo consiste en mantener los ojos abiertos. La naturaleza es como uno de esos bocetos de un árbol que en realidad son rompecabezas para niños: ¡a ver si encuentras escondidos entre las hojas un pato, una casa, un niño, un cubo, una cebra y una bota! Los expertos encuentran cosas increíblemente bien escondidas». Sylvia Pennings las pinta y dibuja.