Emboscarse: ser bosque, activar la mirada crítica, nunca ocultarse. Hay bosques allí donde somos bosques, allí donde somos ingobernables: hay bosques en cualquier lugar donde sea posible oponer resistencia. Los bosques pintados o dibujados en blanco y negro de Sylvia Pennings convierten a La Casa Amarilla en un bosque, en un escenario de reflexión y de crítica.
Una de las preocupaciones de la artista ha sido la de abordar en su trabajo la progresiva falta de atención en la actual sociedad de la información a conceptos tales como intuición, reflexión o sabiduría; conceptos ya en desuso ante las posibilidades que brindan los dispositivos de conocimiento inmediato más avanzados. Por eso Sylvia Pennings decidió regresar a los bosques, lugares sagrados y escenarios de narraciones y relatos que cuentan nuestra historia olvidada, refugios que permiten la desconexión, e invitan a regresar al origen y ser partícipes del vínculo que nos une a lo natural.
Sylvia Pennings pinta y dibuja bosques de árboles que dejan al descubierto las raíces profundas que los mantienen unidos a la Tierra, y alzan sus ramas hasta lo más alto, en una compleja red de interconexiones que los activan en un continuo y apenas visible movimiento. Urge aprender a sentir la inteligencia vegetal, el rumor de la memoria compartida entre los árboles del bosque de la que forman parte quienes deciden encaminarse con ritmo lento por entre sus claros y umbrías. La fotógrafa checa Jitka Hanzlová utilizó una expresión especialmente afortunada al referirse a su proyecto Forest, que encaja muy bien con las obras de Sylvia Pennings: "silencio orgánico", en alusión al extrañamiento que provoca reconocerse en un lugar de sonidos y voces nunca escuchados. El sentimiento puede ser tan grande que llegue a provocar miedo. Un miedo ancestral. El tiempo se enreda cuando penetramos en el bosque; el presente remite al pasado que nos anuncia lo que está por llegar. "Camino hacia atrás para ver el futuro", escribió Hanzlová. Sylvia Pennings pinta y dibuja senderos que se bifurcan en el interior del bosque, siempre a la espera de ser paseados. [Chus Tudelilla, julio 2020] Galería La Casa Amarilla, Zaragoza, 7 juli - 30 septiembre 2020
Heraldo. Alejandro Ratia. 17/07/2020. La pintora holandesa, afincada en Zaragoza, explora el lenguaje de los árboles en su exposición 'Emboscarse' en La Casa Amarilla. Una pintura acrílica, 'En el bosque', de Sylvia Pennings.S. P. /La Casa Amarilla.
Michael Marder, en un reciente ensayo titulado 'El daimon de la vida vegetal', nos recuerda que “la espectralidad en su forma más intensa es vegetal” (Hallaremos este texto en el reciente libro colectivo sobre 'Lo demónico', coordinado por Andrés Ortiz-Osés y Luis Garagalza). “La confluencia del vivir y del morir en el mismo espacio y el mismo tiempo apoya la hipótesis de la naturaleza vegetal de la espectralidad”, leemos allí. Tomándole la palabra a Derrida, quien decía que los fantasmas son auténticos anfitriones, Marder se plantea si los fantasmas vegetales no resultarían ser los “anfitriones perfectos”.
VISOR. el Periódico de Aragón. CHUS TUDELILLA. 15/04/2018
«Cuando Sylvia Pennings trabaja, como quien juega mientras pinta, afloran con naturalidad los impulsos de su infancia soñadora de niña extraviada entre los bosques y los prados de su país cual los de los libros de cuentos...», escribió Antonio Fernández Molina en 1993. Siempre tan intuitivo, el artista acertó en su análisis de la pintura de Sylvia Pennings. La de entonces y, lo que es más sorprendente, la más reciente. En realidad, aquellas palabras de Fernández Molina, tan lejanas ya, han acompañado la trayectoria pictórica de Pennings (Ámsterdam, 1961. Reside en Zaragoza desde 1989).
Las cartografías vibrantes de color que señalaban todo lo que queda por decir mediante el entrecruzamiento gestual de puntos de encuentro y desencuentro, derivaron en pinturas de conflicto, frágiles en su desconcierto. Hasta que emergió el paisaje, tema que permitió a Sylvia Pennings enfrentar la incertidumbre con pinceladas de colores hirientes que perfilaban, horadaban y cercaban tierras ganadas al mar, en cuyas aguas hundían sus raíces los escasos árboles que fijaban el horizonte de una topografía plana.
Los cuentos, escribe Fabio Morábito, representan una excursión en el bosque de nuestras posibilidades como especie, son una verificación de nuestros recursos, por lo que lejos de contentarse con lo ya conseguido aspiran a nuevas posibilidades en nuestra capacidad de enfrentarnos al mundo. Los cuentos, señala, aúnan dos peculiaridades: pueden suceder una y otra vez, en lugares y tiempos distintos, quizás para advertirnos que en cualquier momento puede ocurrir lo mismo; y son historias que cambian continuamente, cada vez que se cuentan. Y en ese viaje a través del bosque, anuncia Catherine Orenstein, príncipes y princesas, niños y niñas, aprenden lecciones sociales y psicológicas que deben asimilar para alcanzar la mayoría de edad, porque los cuentos de hadas permean nuestra realidad y su eco se extiende de generación en generación. Así lo considera Sylvia Pennings, como queda evidente en el título que ha elegido para su exposición: Los cuentos son. Pennings pinta cuentos con el propósito de asomarse a una ventana única, por ser, de acuerdo con Orenstein, la que nos permite contemplar nuestras preocupaciones, nuestra idea de identidad social y cultural, lo que creemos ser, o debe ser. Asuntos complejos enredados en una trama de aparente simplicidad. Todo cuento, defendió Bruno Bettelheim en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1975), es un espejo mágico que refleja algunos aspectos de nuestro mundo interno y de las etapas necesarias en el tránsito de la inmadurez a la madurez; el análisis de Bettelheim, tan celebrado durante años, olvidó, en su obsesiva búsqueda de conceptos universales, que los cuentos cambian. De ahí que, insiste Orenstein, más importante que la manera de definir los cuentos de hadas es cómo los cuentos nos definen a nosotros. Esa es la tarea que se impone y nos propone Sylvia, sin pasar por alto las tensiones y aspectos ocultos que permanecen en lo más profundo de un estanque en apariencia tranquilo, como advirtiera Bettelheim.
Preguntado sobre la entropía por Alison Sky en una entrevista realizada en 1973 para la revista On site[1], el artista norteamericano Robert Smithson respondió que se trataba de un estado irreversible, un estado que se mueve hacia un equilibrio gradual y que se sugiere de diferentes maneras. Smithson puso varios ejemplos para ilustrar su idea, entre ellos el intento que Marcel Duchamp hizo por recomponer su Gran Vidrio, resquebrajado accidentalmente. Si en 1923 Duchamp decidió dejar la obra, dijo, definitivamente inacabada, en 1936, tras su intento de reunir todas las piezas aseguró que con las grietas en diagonal le gustaba más que antes. En la entropía, el planteamiento y el azar para Smithson parecen ser la misma cosa.
La entropía, segundo principio de la termodinámica, es la medida del desorden de un sistema. Dicen los expertos que la energía del universo tiende a distribuirse por todo el espacio en busca del máximo equilibrio, de la mayor estabilidad, de la mayor dispersión y probabilidad posibles, lo que provoca el gran desorden, el caos, la entropía misma. Señales de esta acción son las catástrofes naturales que interrumpen el aparente reposo del cosmos ante nuestra mirada fascinada por la destrucción.
En el mismo momento en que intentamos, por cualquier causa, establecer unos nexos o lazos para el análisis de obras ya de por sí heterogéneas, también proponemos, de modo indirecto, una serie de límites argumentales que estructuran el discurso. Cuando alcanza- mos este punto hay, al menos, dos formas de actuar: la primera sería forzar de tal manera los principios teóricos que necesariamente se produzca un ajuste entre algunos de los estratos de la propuesta (prioridad del discurso sobre la obra); la segunda, un tanto más abstracta solicitaría que quien escribe se adapte a los fenómenos que observa, ofrezca un texto desnudo que simplemente acompañe o colabore a formular las bases, ya presentes, de una exposición.
Las siete artistas que conforman esta exposición cubren en su conjunto 45 años de la historia más reciente del arte. Julia Dorado —casualidades de la vida— participó en 1963 en una exposición que se llamó Seis pintoras zaragozanas y una ceramista y a raíz de aquella muestra se unió al Grupo Zaragoza que había recogido el testigo del Grupo Pórtico, que con Lagunas, Laguardia, Aguayo y otros, había dado el paso a la abstracción en España antes que nadie. Los años han ido pasando y se han incorporado al panorama artístico muchos artistas y de especial valía. La sociedad ha experimentado unos cambios extraordinarios, se han eliminado trabas que impedían la igualdad entre sexos y se han incorporado muchas mujeres al mundo del arte.Ya no hace falta buscar pseudónímos ni nombres artísticos masculinos para esconder una condición femenina. Es más, ni la pintura ni el arte en general son de género; no hay una pintura femenina y otra masculina, al menos en la de las artistas que dan sentido a esta muestra. Sin embargo, creo que resaltar el grupo en femenino supone subrayar que, a pesar de los cambios, la sociedad inconscientemente sigue con tendencias machistas.
«No la tentó a abandonar el camino del deber con joyas brillantes, ricos vestidos, lujos mundanos o placer sino con la promesa del conocimiento, con la sabiduría dolos dioses. (..) Comparada con Adán resulta supe-sor durante todo el drama».
LILUE DEVEREUX BIAKE
A finales del XIX, Elizabeth Cady Stanton, pionera del feminismo norteamericano, dirigió un curioso proyecto de relectura de la Biblia, organizando un comité de exegetas femeninas donde a la escritora Lillie Devereux Blake le tocaría comentar el Génesis y, en concreto, el episodio del Pecado Original. La tentación a la que sucumbe Eva no se refiere, según ella, a valores superficiales o quincalla moral, sino a la conquista de la sabiduría como un valor intercambiable con la inmortalidad. La comentarista viene a decirnos que la serpiente no hubiera podido engañar al hombre, porque éste, satisfechas sus necesidades materiales y establecido su reinado sobre la naturaleza, no hubiera cambiado su felicidad por nada de este u otro mundo. Que la primera mujer cayese en la trampa, nos habla de una ambición distinta y superior Ese tipo de ambiciones están ligadas con la inquietud creativa y con el amor por las ficciones. Si la pretensión de ser como dioses —o como diosas— acarrea el castigo de una vida efímera, esta condición mortal se compensa con las réplicas de lo corruptible urdidas por el arte. La primera pintora, o mejor dicho, la primera en representar una figura humana fue, según la leyenda una mujer, la hija de Butades. Ella dibujó sobre la pared el perfil de su amante, que marchaba de su lado y tal vez no volviera. Un primer esfuerzo por retener la vida o su simulacro en forma de memoria plástica.
Una pintura psicológica que no quiere serlo. Una fiereza que se controla. Una indagación que se convierte en otras preguntas. Todo en las piezas de Silvia Pennings es conflicto y se resuelve en planos de contradicción. Un resabio del averno matizado por flashes de puritanismo y, en el fondo, un pensamiento que se queda solo y lejos.
La pintura suplanta la personalidad. La caverna del sentido deviene en fe y puede llegar hasta el juego. Nunca podemos decir si ahí es protagonista la suavidad o la convulsión. Los vahos nórdicos han explotado en Carpetovetonia y el color resuelve el conflicto interno.
Pero subsiste esa pasión por lo siniestro, por el abismo. El agujero final está siempre en la mirada de la artista que se detiene en el último momento. No por miedo sino por una cierta veneración al control. Aunque no signifique sumisión a las formas que en un tiempo fueron adoradas.
La limpieza y el caos quieren hacer buenas migas. Ese proceso conceptual habrá de devenir en sorpresa pero, como en toda creación, el arcano se apodera de la idea. La mirada del espectador se bambolea para después concentrarse. Ha perdido el embate y el miedo cambió de dueño. ¿Es precisa la constancia para desenmarcararse? La letra de una vieja canción confiesa: «Como el ave que vuelve a su nido y lo halla destruido sin saber por quién, volví al mío y estaba desierto...». ¿No habrá vencido la apariencia al pavor secreto?
La incógnita, la máscara y el afán de puridad conviven y, si aparece la estridencia, se embosca. Fácil será percibir el hormigueo de esa tensión frustrada; más duro, encontrar el entresijo donde el centro robó a la ausencia su trono, la certidumbre de su soberanía. Viejo y querido es el axioma: Toda contradicción extrema se resuelve en unión profunda. Algo, así lo ha tramado y estas pinturas fuertes y secas en su urdimbre manifiestan ahí su débito, ilustran el aforismo.
La prescindencia de la anécdota dejó hace muchos lustros de ser un rasgo, convirtió-se hasta en norma, incluso, de conducta. Pero nada que se nombra desaparece por completo. He ahí el misterio y los cuadros de Silvia Pennings aluden a ése y a otros secretos que un día fueron sagrados y que siempre nos piden concentración, libertad y constancia.
JAVIER BARREIRO